31 de julio de 2010

Una camperita negra

Ayer, fui a ver al Tabarís la obra Amor, dolor y qué me pongo. Cinco mujeres encarnan por turnos distintos personajes que relatan temas comunes a la vida de todas nosotras que tienen como disparador prendas de vestir. Vestidos, corpiños, botas y el caos del interior de una cartera son la columna vertebral de una obra teatral que representa a mujeres de todas las edades. Me identifiqué con varias de las muchas historias. Sin embargo, cuando me fui, le encontré sentido a una propia.

Yo tenía una camperita negra. Era de plush, con cierre metalizado plateado, un cuello deforme de fábrica y mangas demasiado largas que me veía obligada a doblar. Larga hasta unos centímetros por encima de la cadera, me la regaló mi mamá cuando tenía trece años. La compró en un local llamado Coliseum, sobre Lavalle entre Florida y Maipú. Era un negocio para mujeres, no para niñitas despertando en la adolescencia, como éramos nosotras quince años atrás. Recién empezaba a ir a bailar, por lo que el interés en verme linda también despertaba en esa edad bisagra. El plush era un material de moda, así que picaba en punta dentro de la popularidad adolescente. Tenía otras prendas de esa tela, como una polera de manga corta en un color oro viejo, pero ninguna fue tan importante como ella.

Era multipropósito, otra que un básico, para mí la forma última del comodín. La paseé por cumpleaños de quince, boliches, tardes de sábado en la plaza, noches muy frías como para dormir vestida, egresó conmigo en Bariloche y fue infaltable en la valija para los diversos puntos de la Costa Atlántica. También fue conmigo a mi primer trabajo y seguramente me guardó del frío en el último. De unos años atrás a esta parte, atestigüé cómo mirándola a trasluz podían verse espacios de tela gastada, casi transparente, que a mi criterio se disimulaban cuando la tenía puesta. Tenía agujeros de puchos insolentes de algún bar, zurcidos apropiadamente para garantizarle un tiempo más de actividad. Tenía mi camperita negra incluso el día de mi primera vez. Si necesitara alguien que contase por mí lo que ha sido mi adolescencia, la dotaría de voz para que les recordara los detalles de mi vida.

A comienzos de este año, emprendí mi Primer Gran Viaje. Por primera vez, mi camperita negra no fue la pieza infaltable en mi valija. Cuando regresé, con maletas a punto de explotar, entre tanto shopping primermundista, había encontrado en un perchero de liquidación la que sería su reemplazo. Negra, de algodón y con cierre metálico plateado. Dado lo finito del espacio físico de mi placard, la única opción fue hacer limpieza. Y entre muchas otras cosas, la jubilé.

Nunca me detuve a pensar en por qué le asigné el retiro a mi compañera de aventuras hasta ayer. Hace poco, determiné que este 2010 ha sido el mejor año que recuerdo. El primero en el que me siento feliz sin razón, el que me di la libertad para ser, en el que me reconocí en mis virtudes y defectos, en el que me sentí responsable de mí. Y en el que le dije adiós a mi camperita negra que acarreaba tanto pasado, de la que me ufanaba de sus quince años de antigüedad.

La ropa no trata sólo de una cuestión de moda o estética. Ha sido por siglos un espacio femenino de expresión y de rebelión. Tampoco un simple ítem para resguardo del clima, sino un cobijo de inseguridades y un placard puede funcionar como un baúl de autoestima. La vestimenta, como en la obra, cuenta nuestra propia historia.

1 comentario:

  1. A la pucha! Tengo muchas ganas de ir a ver esa obra... y ya conseguí entradas a mitad de precio! As´qieu cuando vaya a sacarlas.... la otra mitad será destinada a alguna nueva prenda ;)

    Coincido plenamente, tengo una historia parecida con un pantalón, no voy a ahondar en detalles, pero con decirte que mi familia le puso "el encarnado" ya te podrás figurar....

    Besos!

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Dicen que uno no se escapa ni de los cuernos ni de la muerte... resulta que de los comentarios nada relevantes, tampoco.