Cuando estaba en primero año del viejo secundario, teníamos una materia que se llamaba estudio dirigido en la que nos enseñarían cómo abordar los textos de la compleja escuela media de ese entonces. Había una técnica que se llamaba PPP o SSS o ASDFSFDA, mediante la que cuando leíamos algún artículo había que seguir tres pasos: subrayar, resumir y sintetizar el concepto de cada párrafo en una palabra u oración breve. Leíamos material de las materias curriculares para practicar, ensayo y error, y nada más. Sin lugar a dudas, ha de ser útil a la hora del estudio, ya que obliga a leer un mínimo de tres veces cada párrafo. Tampoco se puede cuestionar que como universitaria, me ha resultado prácticamente imposible.
Con el correr del tiempo y la experiencia académica, cada vez aplico menos esos principios aprendidos tanta escolarización atrás. En la secundaria, carecía de estrategia alguna ya que no estudiaba. Con prestar atención en clase y completar las guías de preguntas alcanzaba. Durante el CBC, me asustó tanto el volumen de las materias que, a pesar de trabajar a tiempo completo, leía para cada clase, resumía y combinaba los artículos con mis apuntes, los tipeaba en la compu y, al llegar el momento de rendir, simplemente con repasar todo lo que había trabajado estaba lista para aprobar.
Podría afirmar sin dudas que mis técnicas en lugar de mejorar, involucionaron con los años en un modo abrumador. Ya dentro de la carrera, todavía resumía los textos y hacía anotaciones al margen y, al principio, hasta leía los textos antes de cada lección. Una alumna aplicada. En la medida que pasó el tiempo, el primer hábito abandonado fue la lectura previa. Falta de ganas, cansancio, otras prioridades (salir con amigos era la primera en la lista) y la comprobación paulatina de que con menos esfuerzo podía más o menos igual, tacharon ese ítem de la lista pre-parcial.
El conocido de todos los pasillos “resumen aparte” fue reemplazado por algunas anotaciones anárquicas y sumamente desprolijas en hojas de cuaderno. Oraciones sueltas, algún que otro diagrama hecho a las apuradas y ya. Un nuevo examen aprobado, táctica exitosa, como dice el dicho: “If it ain’t broken, don’t fix it”. Un paso más y a los parciales jamás llegaba con todo leído. He pasado algunos incluso leyendo únicamente las anotaciones de clase.
Recuerdo claramente los primeros parciales de Comunicación I y Comunicación II. En la primera, no estaba decidida a presentarme hasta que me bajé del 112, entré al aula, me senté y abrí mi cuaderno para repasar. Semanas después, recibí un hermoso siete. En la segunda, el día anterior me habían confirmado para un trabajo, por lo que fui a rendir sin haber tocado ni un papel. En esta ocasión fue un cinco que valió como un diez. Claro que debería haber empezado a estudiar antes, pero como estaba sin laburo, mi motivación no era la mejor en ese entonces.
En serio, aprobé parciales universitarios simplemente yendo a algunas clases (con el correr del tiempo y la abulia in crescendo, me hice habitué de asistir poco a la facultad), con prestar un poco de atención, reformular viejos conceptos y, quizás, la sedimentación de aquellos primeros años de mucho estudio pude pasar materias sin merecerlo.
Una historia distinta son los finales obligatorios que tanto abundan en Comunicación. Que conste que jamás me fui a final en una materia promocionable. Siempre les tuve terror, no me gusta hablar en público y la situación de evaluación me resulta estresante. Lo más divertido era (y aún lo es en la actualidad) abrir los apuntes y ver la cantidad de textos sin leer. Abrumadora. Esto suele suceder dos semanas antes del examen. Durante dos días, leo algunas cosas, subrayo, hago anotaciones al margen y busco resúmenes en internet. Cuando me aburro, vuelvo a mi vida habitual hasta que quedan dos o tres días y empiezo a leer en diagonal. ¿Qué es leer en diagonal? Es como seguir palabras sueltas en los párrafos, saltearse algunos, mirar si al final del capítulo hay una conclusión salvadora y terminar un libro de 300 páginas en tres horas. Así leí Hinchadas que, por suerte y azar, no me tomaron.
Otro hábito común es empezar un texto, leer hasta las notas al pie y tras media hora, empezar a contar cuántas páginas quedan hasta que termine. El truco está en leer la numeración del apunte y no la del libro, ya que suele ser la mitad. También se puede aprovechar el subrayado original, a veces muy poco visible, adivinando qué quiso remarcar el estudioso anterior. El final de juego es la lotería de qué textos leo y qué dejo afuera. Es altamente improbable que alcance a leer todo, dado el escaso tiempo con el que cuento por propio desgano. La perla de todas mis técnicas es que casi siempre me gustan más las materias cuando las tengo que preparar para final, en especial, si hay que articular todo el contenido en un tema. Una de mis materias favoritas fue el seminario de informática y sociedad. “Estudié” absolutamente todo, pero me parecía que no tenía nada en firme. Por lo tanto, armé lo que fue el mejor tema de toda la historia de la carrera, tomando los conceptos principales de cada unidad y generando una serie de interrogantes interesantes que me atraparon tanto que, tras haber recibido el diez del profesor, le pedí seguir conversando y por poco nos hacemos amigos.
Mi mayor problema suele ser, aparte de la vagancia, que me distraigo fácilmente. No puedo estudiar con música, me pongo a cantar, paso los temas que no me gustan, cambio de banda más rápido que lo que paso la hoja. La televisión, en cambio, me es totalmente indiferente. Como no suelo mirar mucha tele, me sirve de ruido de fondo. Entre medio, me acuerdo de todas las cosas que normalmente olvido, me dan ganas de revisar mails, leer el diario, preparar el mate, comer ensalada de frutas, cambiar de posición cincuenta veces en una hora, tengo frío, tengo calor, me da sueño, quiero bañarme. Eso sí, nunca me visto. Como la situación es tan desgraciada, me quedo en pijama durante lo que dure la preparación del examen.
Y entonces, llega el día E. Me levanto más temprano de lo habitual, agarro el cuaderno de los garabatos, la hoja donde esbocé mi presentación en las fatídicas horas previas a levantarme, me visto con lo que encuentro y parto al encuentro de un atiborrado 112 en la estación. Mi cábala es dormir durante el viaje, comprar bizcochitos de grasa Don Satur en el quiosco del segundo piso, un agua saborizada y esperar. Si la cosa viene lenta, agarro mis notas, me percato de que no sé absolutamente nada y me resigno hasta que faltando pocos números para mi turno, sufro un colapso nervioso y me autoflagelo con el silicio, preguntándome por qué no estudié más, por qué esperé hasta último momento para agarrar los apuntes, por qué soy tan vaga, cómo se me ocurre que puedo presentarme con tan poca preparación hasta que llego al punto de “ya fue, me relajo y gozo”, alguien grita mi apellido y tras un rato de ping-pong violento, puedo salir del aula victoriosa con mi libreta destruida por la lluvia, pero bañada con el bronce de una nueva materia aprobada.
Y hasta el día de hoy, vengo condenada al éxito. Qué se le va a hacer.