25 de agosto de 2010

La cultura de los idiotas

Cultura masiva, cultura pop, alta cultura, cultura alcohólica. Muchos adjetivos segmentan la dimensión que atraviesa perpendicularmente la vida. La primera de ellas corresponde a la sociedad actual que es, por supuesto, de masas. Pero el concepto tiene una muy larga historia en su haber.

El origen etimológico se remonta al verbo latino colere, cuya traducción literal es labrar el campo. De allí que cultura se relacione con el cultivo del alma o bien derivada en el adjetivo culto, vinculado en su acepción religiosa con adoración. Por otra parte, colere es una traducción del griego paideia –παιδεια– vocablo madre de pedagogía y que en alemán se traduce como bildung, en español: formación.

La paideia  griega era la formación que debía suministrarse a los hombres jóvenes para poder cumplimentar sus deberes cívicos en forma correcta. De esta manera, la cultura se definiría como la formación de criterios para discernir entre el bien y el mal, lo lindo y lo feo, lo divertido y lo aburrido, etcétera. De ningún modo está encarnada en una cosa, se trata de una facultad del hombre. En la tradición helénica, incluía conocimientos de gimnasia, matemáticas, poesía, retórica y filosofía que debían dotar al individuo de control sobre sus expresiones y de conocimiento de sí mismo.

El significado de idiota difiere del uso coloquial, se define como aquel a quien le es imposible comunicarse con otros. La comunicación, por su parte, etimológicamente supone poner en común. En sus inicios, estaba unida a comunión, por lo que siempre implica a otro con quien se establece una unión, una relación.

Superado el derrotero conceptual-etimológico, lo que denomino cultura de los idiotas se trata de la facultad de aquellas personas incapaces de discernir, casi como una superación de la cultura de masas. La multitud, la muchedumbre, siguiendo la definición clásica de Le Bon, es una agrupación en la que los individuos pierden su cualidad de tales para subsumirse en un todo indiferenciado que vive un retroceso a un estadio salvaje y realiza acciones que sería incapaz de llevar a cabo por su cuenta. También, dice el psicólogo francés, es una característica de las mujeres y los niños. Misoginia aparte, la masa que pierde la razón ha encontrado su síntesis en la individualidad idiota, donde gracias a la extensión de las formas de comunicación virtual prescinde de la presencia física de los otros.

Postular que la incapacidad de discernir es una facultad suena a falacia y el sentido común podría definirlo como una carencia de cultura o bien una in-cultura. Sin embargo, se puede pensar en el origen de cualquier comunicación como una falla: comunico porque no puedo hacerlo de otro modo, en tanto mi interlocutor desconoce algo que yo tengo para decir. Así, el idiota incapaz de comunicar se limita a reproducir, en tanto no puede formular sus propias ideas. Hiperbólicamente mediatizado, el individuo perdió su unicidad, abandonó su diferencia subsumido en una identidad de raíces liberales con su ethos.

¿Alcanzaremos a experimentar una sociedad de idiotas? ¿Ese será el nuevo sujeto de la historia? Caída la ilusión de la revolución del proletariado, la atomización social es más y más evidente. La actualidad argentina nos conmina a repensar si las teorías de la manipulación estaban tan equivocadas. La bochornosa ausencia de responsabilidad y ética de los medios de comunicación en respetar la veracidad de los hechos, aún cuando siempre se relatan desde una perspectiva ideológica, es alarmante de ambos lados de la contienda. Discernir es una tarea titánica. Reflexionar, más difícil aún. Quizás este sea el momento histórico para que los profesionales de las ciencias humanas lleven el timón.

24 de agosto de 2010

Y los bondis no atropellaron más gente

Un día, por arte de magia, no hubo más accidentes de tránsito y los choferes de colectivos dejaron de ser los victimarios de los inocentes peatones porteños. Durante más de diez días, asistimos a una larga lista de muertes en la vía pública bajo los hierros de un Mercedez Benz de cuarenta asientos. Por obra y gracia del señor, ya no sucede más.

A partir del caso de la señora atropellada junto a sus dos hijos por un colectivo de la línea 15, los medios de comunicación –hasta los que antaño eran menos amarillistas—bombardearon sus respectivos soportes con imágenes de cadáveres y vacías unidades de transporte atravesadas en calles y avenidas. No estoy segura de si se llegó a señalar como responsable al gobierno, pero no se investigó sobre las causas. Con el caso testigo, se indicó que el 15 había cambiado su recorrido, aún así, nadie remarcó que modificar el trayecto no implica pasarle por encima a las personas. En la seguidilla, donde un 100 embistió a una mujer sobre Cerrito, pocos mencionaron que la joven utilizaba auriculares cuando cruzaba la calle, por lo que no oyó las señales sonoras de advertencia. En la misma jornada, otra mujer fue atropellada en la avenida Santa Fe por un 93. Así, la agenda se colmó con accidentes viales.

Ahora bien, las muertes por causas evitables (en la que los accidentes de tránsito son por lejos la primera categoría) ranquean terceras en las causas de deceso nacionales desde hace más de diez años, detrás de las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Este tercero del podio acusa veintidós muertes diarias a lo largo del año y no sólo por impericia de los conductores, sino también por negligencia de los peatones. En el Micro y Macrocentro, donde todos andamos atareados como hormigas, más allá de las motos que desafían no sólo leyes de tránsito sino que se atreven con las de la física, las personas cruzan calles y avenidas sin atender a semáforos ni líneas peatonales. Como me dijo un remisero ayer, acá somos todos tuercas y golpeándose el pecho en honor a Fangio los conductores avanzan a como dé lugar.

Hay un aforismo que dice: “Mejor perder un minuto en la vida, que en un minuto perder la vida”. El saber popular tiene mucha razón, no creo que haya una número importante de motivos válidos para cruzar en diagonal y corriendo avenida Córdoba o para pasar en anaranjado un semáforo en la Juan B. Justo. No obstante, más allá de la propia responsabilidad en la conducta vial, pongo énfasis en la responsabilidad social de los medios de comunicación en tratar seriamente un tema que estadísticamente es vital en nuestro país y en actuar su rol de formadores de conciencia y contribuir a disminuir las conductas peligrosas en lo que al habitar la ciudad se refiere. ¿Cuántos años hace que existe la campaña de Luchemos por la vida? ¿Recién hace quince días (y en época de vacaciones, claro) nos percatamos de lo mal que se transita? Excepto por un informe de Telefé Noticias, no vi ni leí ni escuché un trabajo serio sobre el tema. Se acusó a los choferes de colectivos, se exigieron mejores condiciones laborales, pero no se insistió en educar y respetar. El tema, ahora que hay nuevas cuestiones en la agenda, pereció en lo anecdótico, tal como quedarán los casos que fueron bandera cuando no había otra cosa de qué hablar.

Eso sí… ¡Argentinos, quédense tranquilos, ya se puede volver a salir a la calle! ¡No hay más accidentes de tránsito ni derrumbes! Ah, pero ojo con las salideras que hoy asaltaron al contador de Cubero. 

22 de agosto de 2010

De territorios y códigos

El disparador de hoy tiene apenas unas horas de sucedido, a la salida de la cancha de River, tras ganarle muy justamente a Independiente por tres goles a dos. El resultado es vital, pero anecdótico a los fines de este texto porque la reflexión comienza en el final, mientras cruzábamos el puente Labruna.

Fui con mi hermano, cuñada (embarazada de seis meses) y dos de mis sobrinos. En el cruce, teníamos que saltar hacia el sector peatonal para enganchar la rampa hacia la Lugones. Mientras intentábamos hacerlo, un joven barra miró a mi hermano y, tras notar el bebé de año y medio y la embarazada, le indicó que lo siga. Un amontonamiento de gente en espera para bajar hizo que pensara que sería una odisea llegar hasta el improvisado estacionamiento. Sin embargo, un gesto del barra y varios hombres de barrigas rebosantes de hombría se encargaron de levantar cochecito, embarazada, niño y abrir el camino delante nuestro para que bajáramos cual tobogán. La cancha, elemento del folklore nacional, es un lugar del sentido con entidad propia: un código.

Aquellos que hayan cursado Alabarces y pasen por aquí, revivirán al leer estas líneas aquellas estudiadas antaño en el libro Hinchadas. Las panzas, el aguante, la exaltación de la masculinidad y los códigos. Mi experiencia futbolera no se extiende más allá de la platea, cantitos contagiados desde la popular, comentarios ad hoc fraternizando con otros hinchas y la vivencia familiar de abrazos de gol. Sin embargo, estos paseos también despiertan a la comunicóloga que hay en mí e invitan a la reflexión.

A la vuelta, se me ocurrió preguntar: ¿Y si llevo un redoblante, me dejan pasar? Claro que no, socia plateísta, no puedo reclamar un lujo de los dueños de ese territorio en disputa: los barrabravas. Así como ellos, cual patriarcas bíblicos, son capaces de abrir paso en un puente atestado de personas, también determinan conductas y se arrogan derechos. Las fuerzas de la ley se limitan a poner un límite al área de su reinado, la intervención no es más que letra muerta. Un estado de excepción, a la Agamben, donde la excepción es la regla y un coro de prepotentes son reyes por una hora y media.

El River de mis amores ganó, no obstante, para poder disfrutarlo en vivo y en directo tuvimos que dar un rodeo de quince cuadras (de ida, más otras quince de vuelta) a fin de canjear las entradas en un lugar que quedaba a nada más que tres cuadras de donde estábamos parados y estuvimos de rehenes más de media hora para abandonar el estadio mientras se desconcentraban los visitantes para que no se crucen las hinchadas. Todo parte de un código actitudinal que por desidia o inoperancia deviene en indescifrable para las autoridades y que es una amenaza siempre latente sobre una pasión nacional.