7 de octubre de 2011

Alfredo: el peruano que no es el escribidor


Cuando mi mamá trabajaba en el Microcentro, tenía la genial manía de ir a las librerías de la avenida Corrientes a hurgar en las mesas y hallar, con su inefable olfato, joyitas literarias a precio de bolsillo. Siempre me sorprendió esa capacidad tan suya de hacer rendir el peso, cosa que hasta hoy no puedo emular del todo.

La historia es que de esas mesas de saldos de librerías en constante amenaza de “liquidación por cierre”, salió la fantástica novela Un mundo para Julius del escritor limeño Alfredo Bryce Echenique. Confieso que le tenía algo de idea, mi madre hablaba maravillas sobre el sentido del humor del libro, pero estaba en una etapa europea de lectura, al tiempo que más científico-social y, eso, elitista del subdesarrollo.

La cosa es que en algún momento me metí en ese mundo reservado para Julius y me dieron ganas de decirle: “Ey, Alfredo, ¿no me inventás un mundo para mí?”. Pasó el tiempo, bajó el eurocentrismo literario y me topé con  El huerto de mi amada, obra excelentemente escrita, pero con personajes no tan entrañables y una historia que me recordó de mal agrado a Elogio de la madrastra, del peruano que sí es escribidor. Así que para amigarme con Bryce me agarré los dos tomos de sus Antimemorias y a ver si lo puedo poner en mi podio de favoritos.

Tengo que aclarar que cuando leo, no sólo me concentro en la historia sino en la forma que está contada, esa increíble distancia entre los que son brillantes y yo. Esos tipos y tipas que agarran el mismísimo idioma que hablo a diario y lo convierten en una especie de lingote de oro, frente a mis baratijas de bronce y chapita. En fin, que cuando agarré Permiso para vivir, empecé súper contenta y me desinflé a lo largo del camino y terminar Permiso para sentir fue un suplicio. No una desilusión de la forma, sino del contenido, que tampoco era feo ni aburrido, sino lejano a mis expectativas.

Una cree que, con los años, las caídas más o menos ruidosas de referentes periodísticos, musicales, artísticos, políticos, futbolísticos y demás focos que uno se pueda inventar, van a ser menos dolorosas y más cínicas. No obstante, debo decir que Alfredo me dio un poco de pena.  No sé qué esperaba, pero más allá de que se trata de un borracho con un problema de timidez grandísimo, quizás hasta ataques de pánico y, con seguridad, depresión; me dio la sensación de que todo en los dos volúmenes se reduce a decir de qué personaje célebre es o fue amigo y a qué chica linda conquistó.

Con este sabor rancio, hice lo que cualquier humano mediatizado haría: lo googleé. Y, ¡Madonna! ¿Por qué lo hice? Lo más valioso que encontré ahí fue que lo condenaron por el plagio de 16 artículos periodísticos y tuvo que pagar la friolera de 42 mil euros. También que en otra ocasión lo enjuiciaron por el mismo temita, pero desestimaron los cargos. Cuánta pena, Alfredo…

Aún así, fui hasta El Ateneo-Grand Splendid, y quise comprar alguna de sus viejas novelas tan aclamadas por la crítica como La exagerada vida de Martín Romaña o Tantas veces Pedro. Y estaban a-go-ta-das. Sí , señores, porque capaz que no se le dan bien las notitas periodísticas, pero lo que es andar contando y enmarañando una historia por más de 300 páginas, el tipo es original y divertido. No por nada, y pese a todo, es el autor peruano más leído de la actualidad. Y eso que no tiene un Nobel.

14 de septiembre de 2011

Trabajo, esa cosa que indignifica


Como si de una entrevista se tratase, me pregunté: ¿Qué espera usted de su próximo empleo? Y… que me guste, como para empezar a hablar. Que si me prometen crecimiento, sea en jerarquía y no en responsabilidades con el mismo salario. Si me hablan de viajes, que sean más lejos que Palermo. Si me ofrecen capacitación, que no consista en buscar un artículo en Internet. Si el requisito es tener un título, que no me paguen como a un pinche. De lo contrario, voy a pensar que me están filmando para una cámara oculta de Videomatch.

Pero si vamos a un mundo ideal, diría que me paguen mucho por trabajar poco, acceso irrestricto a Facebook y Twitter, que no me falte MSNSkypeGtalk y cualquier mensajero existente de aquí a la eternidad, horario a mi medida (nunca antes de las 10am) y poder teletrabajar una vez por semana para no tener que vestirme ni embadurnarme de maquillaje. ¡Ah! Y días extra de vacaciones, no todos juntos, sino durante el año, para poder hacer una de esas escapadas que anuncian en Groupon. Y un termo lleno de agua para el mate. Y yerba. Y galletitas. Y nada más, creo. En síntesis, señor entrevistador virtual, quiero ser jefe.

Y si de gerentes se tratase, me gustaría que el que me toque sea medianamente capaz en lo que hace y no un experto en delegar y jamás en solucionar, como muchos de los que conocí hasta ahora. Me gustaría sentir que ese tipo o tipa está arriba mío por algún tipo de meritocracia y no que gana el doble porque tiene labia. Y que no escriba “teGnología” o me mande un mail en el que diga que tengo que hacer las cosas “HaCí”, porque alguien que escribe “HaCí” no aprendió a usar la “teGnología” del modo básico como para usar un corrector gramatical y, por consiguiente, pierde toda su credibilidad.

Y si nos metemos con el tan moderno clima laboral, me gustaría que mis compañeros sean solidarios, en lugar de viles competidores por las migajas corporativas y que no se comporten como si estuviéramos disputándonos el anillo del poder o las reliquias de la muerte. Vamos, si fuera así, yo también sería una sucia contrincante dispuesta a diezmar las bases del trabajo ajeno o a escupir el café del otro o, simplemente, robarle el turno en el microondas. Pero, la verdad, por una palmadita en la espalda o un par de entradas de cine no me interesa ser tan mezquina. Aunque también es cierto que, si bien me interesa mi propio éxito, me importa más hacerlo por mi propio trabajo que por ensuciar a un par.

Y no me vengan con charlas motivadoras, ni promesas de proyectos de mejora. Estamos en año electoral, ya tengo suficiente con los políticos como para que me sumen plataformas imaginarias a mis sinapsis incompletas. Los lemas de unidad y progreso dejémoslos para la constitución francesa. A mí me dejan salir antes y llegar tarde de vez en cuando y con eso me basta un poco.

Ya acepté que, cualquiera sea el empleo, me la van a terminar dando por colectora, pero que sea con consentimiento, aunque siempre sin ganas. No le voy a decir a la empresa lo grande que es y que jamás conocí una igual. Un rapidito y sigamos todos en nuestros respectivos caminos de explotador y explotada con un grado de felicidad promedio. Eso pido. Y que de vez en cuando se le caiga un es la primera vez que me pasa cuando un aumento se le escapa y va a parar a mi flaco bolsillo agujereado por la inflación.